El oleaje golpeaba ruidosamente el Alas de Plata que navegaba con Lisandro atento al horizonte. El casco palpitaba como si le empujaran vientos de todos los cuadrantes, el cielo estaba infinitamente negro y solía estremecerse ante los continuos relámpagos.
La isla tenía bien puesto el nombre y hacía honor a las sucesivas tormentas eléctricas que se desataban por aquellas latitudes.
Un fuerte viento embriagaba la atmósfera hasta asfixiarla; olía a muerte como si las aguas estuviesen cargadas de pútridas osamentas.
Fúnebres nubarrones púrpuras se arremolinaban en el cielo y dibujaban horrorosas figuras.
En torno al Alas de Plata se cernían desaforados coros de pájaros extraños que no temían a la tormenta y la desafiaban con desafinadas melodías.
El capitán Tractor, que jamás se guiaría por un estúpido manual de navegación, se mostraba alerta al entorno y de buen ánimo, aunque en el fondo temía como el más pequeño, sabía disimularlo con una ancha sonrisa y una vieja canción marinera que olía a yodo y salitre.
Una canción que traía hondas reminiscencias de su época de pirata a las órdenes del capitán Sinanclas__ apodo puesto por la tripulación__, un inglés soberbio y henchido de ambiciones que ponía de continuo la vida de sus hombres en riesgo para acrecentar su fortuna en onzas de oro, tan insensible como los mares que navegaba.
El capitán recordó una frase que seguramente, ningún aventurero al servicio de Sinanclas olvidaría en su vida “en mis barcos de madera a los hombres los quiero de acero”.
Tractor ya no apostaba sus escasas pertenencias, no blasfemaba a los seres y dioses ni bebía pesados licores embriagantes, pero aquellos ojos que abarcaban los mares del legendario Sinanclas, eran los mismos que ahora centelleaban con igual intensidad pero punzantes y ardientes a causa del continuo disparo de hilos eléctricos que surcaban el cielo cual saetas.
No resistía más aquella maniática observación mediante el catalejo. Se restregó los ojos y aguardó, impaciente, a que Lisandro divisara el destino.
Sabía que estaban cerca, podía sentirlo a flor de tatuajes, podía respirarlo en el nauseabundo olor que se metía hasta rascar los pulmones con afilada garra.
El vigía apostado en lo alto del Palo Mayor dentro del balde de lona gritó hacia popa:
__ ¡Islas a barlovento!
__ ¡Rayos y Truenos, por todos los vientos que lo sabía!__exclamó para sí mismo el antiguo pirata.__ Tiene que ser… ¡Hemos esquivado al Aventura si no me falla este viejo olfato!
Tractor tomó rápidamente el viejo instrumento y abarcó la negruzca silueta agazapada donde agua y cielo conformaban una gruesa línea.
La tripulación acudió con pasos retumbantes a los cordajes y se alineó, expectante, contra la borda.
El capitán aguardó que los relámpagos ayudaran a iluminar la escena revelando con su tinte espectral la irregular silueta de Rayos y Truenos que se reveló nítidamente.
__ ¡Rayos y Truenos! ¡Esa es!__rugió como el tigre sobre la presa.
Acto seguido, ratificó a la tripulación la proximidad del destino y todos se prepararon sin descuidar la presencia de los tiburones que varias millas atrás venían acompañándolos en siniestro y acompasado paseo.
En cubierta, la guardia de proa habló con la señorita Zarial sobre las costas de la isla; mientras el Alas de Plata continuaba cabeceando en las aguas heladas con su velamen henchido.
Tractor abandonó cubierta y reemplazó nuevamente al que llevaba el timón.
Franco se encontraba recorriendo el barco sin permiso y cuando sintió el tumulto en cubierta, rápidamente pasó detrás de la vela de trinquete y se dirigió hacia popa y allí, sobre cubierta se unió al resto.
La niebla almidonaba con mayor densidad su nauseabunda cortina. Directamente al frente se erguían las elevaciones puntiagudas de la isla maldita donde vivía uno de los engendros más terribles que había dedicado su vida al mal: Azabache el Negro.
Las manos del capitán sujetaban con tenacidad el timón que no cesaba de dar crueles bandazos hacia un lado y otro mientras el bamboleo del barco ascendía en moderación.
Las viejas y nobles maderas con que había sido construido medio siglo atrás por orden de antiguos reyes de Amarilis se quejaban rezongando en fuertes chirridos.
El roncar de las olas se hacía vertiginoso y chocaba contra los acantilados de la costa en sordas melodías.
Hasta que la tormenta se detuvo y el viento se tornó calmada brisa.
Como si llegar al preámbulo de las amarillentas alfombras constituyera el premio luego de vencer las dificultades de la desconcertante y turbulenta navegación millas atrás.
Las aguas estaban pobladas de pequeñas medusas que rebotaban suavemente en el casco del barco.
Los diligentes hombres de a bordo encargados de mantenimiento se quedaron en el Alas de Plata. Tractor junto a la tripulación avanzó bordeando las líneas de manglares que custodiaban la Bahía Tornado en el mar de las Cenizas.
Más allá Rayos y Truenos constituía un verdadero laberinto de bosques, lodo, lagos y ríos que culminaba en los Montes Linarios.
Graznidos y aullidos amenazadores se esparcían sin tregua; no era sorprendente encontrar entre las vegetaciones restos de humanos y bestias como testimonio de encarnizadas luchas pasadas. O tal vez como presagio de las terribles consecuencias que podía traer aventurarse en aquellas tierras llenas de misterio.
Espectros blancuzcos de fantasmas comenzaron a esparcirse por doquier intentando que los recién llegados declinaran en su deseo de avanzar isla adentro.
__ ¡No los miren! ¡Hagan de cuenta que no están ahí! ¡No se asusten! Es parte del “servicio de bienvenida” de esta isla.__ Gritaba Zarial.
__ ¡Son horribles!__ se quejaba Anaís.
__ ¡Tú no debiste venir!__chilló Zarial. Anaís bajó la cabeza en silencio.__ ¡Comprenderás ahora que hay cosas con las que no se juega!
Anaís ya había aprendido eso. No era divertido ver a los fantasmas saltar y correr entre las rocas y las delgadas ramas que crujían. Ponían caras horribles, multiplicaban sus brazos, sus piernas, estiraban la lengua muchísimo como para enroscarlos, sacaban por artes mágicos armas de su vestimenta; y echaban a volar pájaros asquerosos como jamás se vieron ni imaginaron en la tierra.
De pronto las blancas túnicas parecían cubrirse de sangre, entonces, los espectros gemían y se lamentaban; caían y volvían a incorporarse.
__ ¡Sólo cuando dejen de mirarlos desaparecerán! El miedo existe porque lo alimentan, niños, no piensen en ellos, ¡no los miren!__ La señorita Zarial no cesaba de dar órdenes a grandes voces.
__ Es algo imposible, para ella es fácil porque es grande.__ Dijo Criseida y trató de caminar con los ojos cerrados pero lo único que logró fue tropezar con un arbusto en el que asomó del otro lado el horripilante rostro de un pequeño fantasma, gritó aterrada y volvió a oír los rezongos de la alcaldesa de Amarilis.
__ Los poderes tal vez deberían cubrir… estos incidentes.__ Expresó Franco rabioso ante las palabras de Zarial como si hubiese olvidado los temores que seguramente la habrían acosado de niña.
__ ¡Basta! Es un problema de maduración.__, afirmó con gravedad Renzo, en realidad él no había visto más que un lánguido y relleno fantasma de niebla. En cuanto la señorita Zarial dijo cómo se enfrentaban, obedeció, ya que era capaz de dominar al cuerpo con su mente y los resultados estaban a la vista: iba a vanguardia, junto al capitán Tractor.
__ Deberían hacer un esfuerzo, ¡peor sería que debiéramos combatirlos con armas! Fíjense, la señorita tiene razón, ¡pueden derribarlos con la fuerza de sus pensamientos!, ¿quieren algo más fácil?__ continuó hablando Renzo tratando de eliminar con la voluntad los ligeros escalofríos que le recorrían.
__ ¡Zas! El sabelotodo debe sobresalir… Está en su naturaleza.__ Se quejó Franco arrugando el entrecejo, Renzo hizo como que no sintió sus palabras y continuó atento.